1. Introducción al paradigma de la autoorganización

Suele hablarse de «ciencia de la complejidad» (Morin), o de «Galaxia Auto» (Dupuy) para referirse a lo que de hecho es un magma de teorías procedentes de diversas disciplinas que convergen por diferentes vías en torno a un nuevo concepto de orden. Este paradigma emergente se caracteriza por apuntalar, frente al mecanicismo reduccionista, la imagen de un universo intrínsecamente creativo (García Velarde, Chacón García y Cuadros Blázquez, 1991: 12-4), y por sus altas pretensiones de interdisciplinariedad (íbid: 15-6). Se aspira a tender un puente «entre todas las ciencias cuyo objeto sean sistemas complejos, mediante un lenguaje científico común» (García-Olivares, 1988: 244), proporcionando una serie de «propiedades o comportamientos universales aplicables particularmente en las distintas disciplinas» (García Velarde, Chacón García y Cuadros Blázquez, 1991: 16), incluida la nuestra (vid. García-Olivares, 1988: 244).

Aquella visión de la ciencia clásica que concebía el universo como un conjunto de procesos reversibles sujetos a leyes deterministas ha tenido que ser finalmente descartada tras el ataque a sus dos presupuestos básicos: «el conocimiento preciso de las condiciones iniciales y la existencia de leyes universales o absolutas con las que operar» (Boya, Carreras y Escorihuela, 1990: 16). Este nuevo paradigma romperá radicalmente con estos supuestos, mostrando cómo el determinismo y la reversibilidad corresponden más a las condiciones artificiales del laboratorio y a nuestra forma de describir el mundo racionalmente que a la naturaleza en sí (Prigogine, 1988: 22; Morin, 1994: 423ss.; Peat, 1989: 86-101). 

Las teorías de la autoorganización «han demolido el último bastión del paradigma newtoniano, mostrando que lo descartado por principio -la vitalidad de la materia- es un simple prejuicio» (Escohotado, 1993: 36). Dos corrientes fundamentales convergen en este paradigma: la teoría de sistemas disipativos de la física no lineal y la de los sistemas autorreferenciales de la investigación de segundo orden (vid. Lizcano, 1993: 74). El concepto de «autoorganización» aparece de la mano de ésta última, vinculada a la cibernética. La física de sistemas disipativos se desarrolla de forma independiente durante los años 60-70, tras la crisis de la cibernética (Dupuy, 1993: 56-8). El concepto de «autoorganización» es aquí retomado por Prigogine para postular la creatividad inmanente de lo físico en condiciones de inestabilidad alejadas del equilibrio termodinámico (Escohotado, 2000: 78ss). En lo que sigue, ofreceremos una breve introducción a los principales desarrollos teóricos de este nuevo paradigma, centrandonos, a continuación, en sus dos principales exponentes en los campos de la física y la biología respectivamente: Ilya Prigogine y Humberto Maturana.

1.1. Las paradojas de la autorreferencia

En términos lógicos, las expresiones autorreferentes suponen una paradoja, un «bucle extraño» en cuyo enredo comparece el infinito (Hofstadter, 1989). Una de las más famosas es la paradoja de Epiménides, de la que Hofstadter (1989: 23-4) nos ofrece la siguiente variante:

«La afirmación que sigue es falsa.
La afirmaci
ón que antecede es verdadera. »

Igualmente célebre es la formulada por Russell en la teoría de conjuntos: ¿se contiene a sí mismo el conjunto de todos los conjuntos que no se contienen a sí mismos? No hay solución posible al rompecabezas, lenguaje y metalenguaje se enredan formando un círculo vicioso (Frey, 1972: 145ss); cada proposición se refiere a la otra y, con ello, recursivamente, a sí misma en un proceso circular interminable. El que tales formulaciones sean posibles, incluso dentro de la matemática es algo que siempre ha incomodado a la ciencia occidental. Una ciencia determinista con pretensiones de objetividad absoluta no podía tolerar que en su seno fuese posible la formulación de expresiones paradójicas, y no faltaron intentos por depurar su lenguaje (la matemática) de tales impurezas. Para ello, Russell y Whitehead, en sus Principia Mathematica, y Hilbert posteriormente, pretenderán derivar toda la matemática de la lógica formal, elaborando un sistema axiomático coherente (sin contradicciones) y completo (de validez universal para cualquier proposición válida imaginable).

En 1931 Gödel formula su célebre Teorema de la Incompletitud desbaratando el gran sueño que aspiraba a la formalización completa de la matemática. Ningún sistema axiomático puede ser simultáneamente completo y coherente (vid. Hofstadter, 1989: 17-27; Rivière, 1991: 55; Ruelle, 1993: 149-55; Frey, 1972: 145ss). La coherencia de cualquier sistema exige su incompletitud: el intento de la matemática de encontrar sus fundamentos en sí misma es una quimera, si pudiera encontrarse una demostración de la coherencia del sistema axiomático propuesto por los Principia Mathematica utilizando únicamente los métodos contenidos en los Principia Mathematica, entonces, los propios Principia Mathematica resultarían no ser coherentes.

Pero este tipo de lógica circular que tanto incomodaba a la matemática parecía ser precisamente la que caracterizaba la dinámica de los universos biológico, mental y social (Bateson, 1993; 1992: 42-6). La cibernética nacerá con el propósito explícito de habérselas con este tipo de lógica (vid. Pakman, 1996: 19-21). De la construcción de artefactos bélicos basados en la causalidad circular (vid. Wiener, 1998: 23ss), la cibernética pasará a centrarse en el análisis de sistemas que, como los vivos o sociales, se autoorganizan a sí mismos sin necesidad de instrucción. En este momento, la ruptura con la epistemología tradicional se hace evidente, ya no se observa un sistema desde el exterior sino desde dentro. Mientras la primera cibernética consideraba su descripción del funcionamiento de los sistemas como desarrollada desde el exterior y correspondiente a una realidad ontológica observada, la cibernética de segundo orden desarrollará una epistemología para la que toda observación es dependiente del observador (Pakman, 1996: 22-6). 

La aplicación del pensamiento cibernético al propio pensamiento cibernético marcará el desarrollo de una cibernética de segundo orden, la de los sistemas observantes (von Foerster, 1996: 92). Si la cibernética clásica se nutre de la idea de objetividad característica del determinismo de la ciencia clásica, la cibernética de segundo orden romperá con está noción (Navarro, 1998: 44-6) y la creencia de que las propiedades del observador no inciden en el carácter de sus observaciones (von Foerster, 1996: 91-2, vid. Maturana y Varela, 1990: 28). El influjo de la cibernética fue aquí especialmente intenso en la teoría general de sistemas (Pakman, 1996: 21-2). La propia evolución epistemológica de la cibernética fue uno de los principales factores del cambio de paradigma operado en la teoría de sistemas, con la sustitución de la teoría de sistemas abiertos desarrollada por von Bertalanffy por la teoría de sistemas autorreferenciales (vid. Luhmann, 1998c: 27ss).

La investigación de segundo orden desarrolla una teoría del conocimiento construccionista. Para poder observar la realidad, ésta ha de ser puntuada (Watzlawick, 1995), la significación emerge como restricción del conjunto de significaciones posibles (Bateson, 1984: 127-33). Todos los sistemas observadores presentan lo que von Foerster denomina una «disfunción de segundo orden» (1994: 91-5; 1996: 90), son capaces de observar, paradójicamente, en la medida en que «no ven que no ven» (Von Foerster, 1994: 94; 1996: 90; vid. Bateson, 1984: 124); en la medida en que el punto ciego generado por la reducción de complejidad que los constituye como sistemas autorreferentes especifica la selección de determinados rasgos del entorno y la desconsideración inconsciente del resto. 

1.2. La ciencia del caos

La ciencia moderna basaba su potencial predictivo en el supuesto de que la dinámica del universo respondía a leyes deterministas, que el comportamiento lineal era el habitual, que cada efecto era proporcional a su causa. Esta visión sufrirá un descalabro espectacular como consecuencia de los resultados arrojados por un estudio sobre la convección atmosférica desarrollado por el meteorólogo estadounidense E. Lorenz en 1969. Sin pretenderlo, Lorenz demostraba que un fenómeno tan natural como la dinámica de convección atmosférica presenta una extraordinaria sensibilidad a las condiciones iniciales (1) (SCI). Un argumento contundente para explicar esa molesta impredictibilidad que los fenómenos atmosféricos se resistían a rendir a la ciencia moderna. Nunca es posible la medición exacta de las condiciones iniciales de un sistema, la ciencia opera con modelos, con aproximaciones ideales a la realidad; ahora sabemos que en sistemas con SCI el más mínimo error en la medición de éstas se amplifica y desbarata toda posibilidad de predicción (Ruelle, 1993: 88). 

Éste es un problema de primer orden en el estudio de sistemas complejos, ninguna de cuyas múltiples variables puede ser descrita a la perfección. El mínimo error en la medición de las condiciones iniciales para una sola de ellas lleva a errores amplificados en la predicción; si consideramos el efecto multiplicado de los errores correspondientes a la medición del conjunto de variables, la predictibilidad de la dinámica del sistema es prácticamente imposible. Tal es el caso de las sociedades humanas (Boya, Carreras y Escorihuela, 1990: 21-2). Pero los resultados de Lorenz mostraban también que el caos derivado de la dinámica no lineal no es un caos absoluto. De entre la infinidad de soluciones virtualmente posibles, el sistema muestra predilección por un grupo reducido de ellas, es atraído por ellas. Hay ciertas regiones del espacio de fases (2) del sistema por las que éste muestra predilección: los atractores; «un atractor es un subconjunto del espacio de fases» (íbid: 39) en torno al cual se estabiliza el sistema, un subconjunto de los estados que el sistema puede verificar, que atrae hacia sí al conjunto de estados posibles, haciendo que el sistema se estabilice en torno suyo (Stewart, 1991: 114-6).

Los atractores extraños, como el de Lorenz, tienen una forma geométrica extremadamente compleja, normalmente fractal (vid. Ruelle, 1993: 70-1; Boya, Carreras y Escorihuela, 1990: 41). Los «fractales», descubiertos a mediados de los 70 por el matemático B. Mandelbrot, son objetos de forma irregular, interrumpida o fragmentada, que, no obstante, presentan la misma morfología cualquiera que sea el nivel de análisis con que lo observemos (Mandelbrot, 1987: 168). Cada parte más reducida de un objeto fractal, cada uno de sus detalles o elementos, constituye una copia exacta del todo a escala reducida. Presentan «longitudes infinitas dentro de áreas finitas» (Escohotado, 2000: 89-90), como los bucles extraños de las expresiones autorreferentes. Ensayando la iteración recursiva de una función, la geometría fractal obtiene resultados mucho más acordes con la naturaleza que la geometría euclidiana. La matemática fue el lenguaje con que la ciencia trató de eliminar el caos amoldando la naturaleza a la perfección del modelo, la realidad irregular a la regularidad de la idea; la geometría fractal hará todo lo contrario, la idea, el modelo, se amolda a la irregularidad de la naturaleza real.

2. La teoría de sistemas disipativos o de orden por fluctuaciones

Prigogine será el primer científico «duro» que pondrá en duda la pasividad de la materia, haciendo derivar la vida, y al propio ser humano, de los procesos inmanentes de autoorganización de la materia (íbid: 93-6; vid. Prigogine, 1988: 24). Parte de una crítica a la forma en que la física clásica concebía la naturaleza como una realidad estable y temporalmente reversible. El científico aparecía, así, como un observador externo e imparcial capaz de pronosticar sucesos según leyes deterministas. Esta pretensión de certidumbre, que condujo a la eliminación de la flecha del tiempo, se ha revelado insostenible en nuestros días (Prigogine, 1994: 39). Resultaba ya insostenible para la física cuántica, para la que cualquier observación e intento de determinación de las condiciones iniciales, tiene consecuencias irreductibles sobre el resto del universo. Según el principio de incertidumbre de Heisenberg, cualquier observación realizada sobre un estado cuántico es inevitablemente llevada a cabo por un observador macroscópico vinculado a él, por lo que produce una perturbación de dicho estado: toda observación es de suyo una intervención sobre el sistema observado. No obstante, incluso la teoría cuántica tuvo serias dificultades a la hora de reconocer la irreversibilidad, la ecuación de Schrödinger seguía considerando el tiempo como un simple parámetro, sin establecer diferencias esenciales entre pasado y futuro (Prigogine, 1988: 186; Ruelle, 1993: 98-109). Se suponía que los efectos de la fluctuación y la impredictibilidad microscópicas postuladas por el indeterminismo cuántico tendían a desaparecer, a nivel macroscópico, en virtud de la ley de los grandes números (Peat, 1989: 47-50). El reciente descubrimiento de que la dinámica de las partículas elementales suele caracterizarse por la inestabilidad ha puesto seriamente en entredicho esta visión tradicional (Prigogine, 1988: 157-8). Los procesos evolutivos que conducen a la aparición de órdenes de gran complejidad no pueden entenderse desde el equilibrio y la reversibilidad, su comprensión requiere la introducción de la inestabilidad y la flecha del tiempo (íbid: 221-5).

Boltzmann relacionará entropía y probabilidad, señalando que la entropía es una medida del desorden molecular. El incremento de entropía implica un incremento del número de configuraciones posibles que puede verificar el sistema, lleva al olvido de las condiciones iniciales. Si en éstas se concentra mayor número de partículas en alguna región específica, la evolución del sistema acaba por desbaratar esta simetría alcanzando el estado de equilibrio (Prigogine, 1988: 24-7 y 231-5; Ruelle, 1993: 15 y 108ss). Hoy sabemos que el planteamiento de Boltzmann resulta válido para sistemas aislados, aquellos en los que no se produce intercambio de materia o energía con el entorno, o para sistemas cerrados, aquellos en los que se produce intercambio de energía pero no de materia con el entorno. Sistemas de este tipo no son sensibles a las condiciones iniciales, si introdujésemos una perturbación en el sistema, éste acabará restableciendo su situación inicial, su estabilidad en torno al equilibrio termodinámico. Pero Prigogine mostrará que la situación es muy distinta en sistemas abiertos, aquellos en los que se produce un intercambio tanto de materia como de energía con el entorno. Prigogine diferencia tres estados o fases posibles en el desarrollo de los sistemas termodinámicos (Prigogine, 1988: 191 y 240ss). La primera corresponde a un estado de equilibrio, en el que la estabilidad de las estructuras resulta de la dinámica antagónica entre energía y entropía. La entropía alcanza un valor máximo y los flujos eliminan las diferencias. Las condiciones iniciales se destruyen, el sistema alcanza la uniformidad, la equiprobabilidad. La segunda fase corresponde a un estado estacionario de cuasi-equilibrio, donde los flujos son proporcionales a las fuerzas. Se trata de un estado próximo al equilibrio, pero en el que se mantienen pequeñas diferencias constitutivas de un ligero desequilibrio. Estas pequeñas fluctuaciones, sin embargo, se amortiguan y desvanecen sin tener efectos macroscópicos, resultan absorbidas por los mecanismos homeostáticos del sistema. En ninguno de estos dos estados es posible la aparición de nuevas estructuras organizativas. En la tercera fase posible, en situaciones alejadas del equilibrio termodinámico, la situación es muy distinta a la analizada por Boltzmann, se verifica un proceso de autoorganización que Prigogine denomina «orden por fluctuaciones» (Prigogine y Stengers, 1990: 199ss; Prigogine, 1988: 163 y 264-70): las pequeñas perturbaciones se amplifican y originan una fluctuación macroscópica, estabilizada por los intercambios del sistema con el entorno. Se producen pequeñas desviaciones que desestabilizan la uniformidad del sistema, y aquella que se selecciona aleatoriamente en los denominados «puntos de bifurcación» determina la evolución macroscópica del sistema (Prigogine, 1994: 45-56; Prigogine, 1988: 160-3, 193). Prigogine denomina «disipativas» a las estructuras resultantes de este proceso porque su estabilización requiere una disipación energética (Prigogine, 1988: 189).

En condiciones alejadas del equilibrio es la propia inestabilidad derivada de las perturbaciones microscópicas la que lleva al sistema a puntos de bifurcación que conducen a la selección de nuevos estados macroscópicos (íbid: 24-7 y 231-5; Ruelle, 1993: 15 y 108ss). Una fluctuación desencadena una transformación microestructural que en el caso de no poder ser absorbida por los mecanismos reguladores del sistema acaba por modificar la macroestructura, determinando con ello el nuevo espectro de fluctuaciones que la dinámica del sistema puede verificar en el futuro. En el universo se verifica una estrecha relación entre estructuras macroscópicas y microscópicas (Prigogine, 1988: 155-7).

Las «estructuras disipativas» son las comunes en biología (Prigogine, 1994: 54-6). La célula es una compleja estructura disipativa que se mantiene gracias al consumo de materiales altamente energéticos procedentes de su entorno y a la liberación a éste de residuos ricos en entropía (Peat, 1989: 97). Prigogine elabora una teoría que, avalada con abundantes datos experimentales, permite explicar la emergencia de la vida a partir de los procesos de autoorganización propios de la materia en condiciones de inestabilidad. Pero será otra teoría la que desarrolle un análisis en profundidad de los procesos de autoorganización característicos de los sistemas vivos, haciendo derivar de éstos la emergencia de la mente, el alma, el espíritu. Nos referimos a las teorías de Humberto Maturana.

3. La teoría de sistemas autopoiéticos

Las dos características distintivas que verifican los sistemas vivos son la organización autopoiética (3) y la clausura operacional (4). La autopoiesis hace de los sistemas vivos una serie de «redes e interacciones moleculares que se producen a sí mismas y especifican sus propios límites» (Maturana y Varela, 1990: 33). La clausura operacional implica que los organismos vivos sean sistemas determinados en su estructura (Maturana, 1997: 28-30): cuando un fenómeno procedente del entorno incide sobre el sistema, el comportamiento resultante no está especificado por el entorno sino por la configuración estructural que el sistema presenta en ese momento; esto es, los agentes externos únicamente activan cambios estructurales determinados por el sistema.

Maturana (1992: 67-72) establece una distinción clave entre los conceptos de organización y estructura. El organismo vivo existe en la medida en que su organización permanezca invariable satisfaciendo la autopoiesis. Por organización se entiende el conjunto de elementos y relaciones entre ellos que conforman el sistema como entidad de una determinada clase de sistemas. El término estructura alude a algo diferente, al conjunto de elementos y relaciones concretas entre éstos que conforman al sistema como determinada entidad individualizada. Mientras la estructura es individual, la organización es común a todas las unidades pertenecientes a la misma clase. La organización es invariable, toda la vida del sistema tiene lugar bajo esa misma organización, cuando ésta deja de verificarse el organismo muere. La estructura, por el contrario, puede cambiar sin alterar la organización, y de hecho es lo que, por definición, sucede en los sistemas dinámicos. Si se destruye la organización se destruye el sistema, sin embargo, la estructura puede cambiar sin destruir la organización. Mientras el sistema permanece vivo permanece invariable la organización y se producen transformaciones en su estructura. Un sistema cambia su dinámica de estado, su comportamiento, conservando necesariamente su identidad, cuando cambia su estructura, cuando se opera en él un cambio estructural (Maturana, 1992: 67-72).

En los sistemas vivos lo que le ocurre al sistema viene determinado, pues, por su estructura; el entorno no especifica los cambios producidos en el sistema, no lo instruye. En las interacciones sistema/entorno, las perturbaciones con origen en el entorno no especifican el comportamiento del sistema, sólo gatillan cambios en él, lo que haga el sistema depende de cómo esté constituido, de cuál sea el repertorio de comportamientos que su estructura sea capaz de especificar. Pero las dinámicas de sistema y entorno no son independientes. Un sistema vivo es un sistema cerrado que únicamente es capaz de generar estados en la autopoiesis, por lo que el sistema actúa recíprocamente con el entorno al que está unido. La dinámica de estado del sistema genera interacciones de éste con el entorno y la dinámica de estado del entorno origina interacciones del entorno con el sistema. En dichas interacciones, sistema y entorno activan recíprocamente cambios de estado el uno en el otro, determinados cambios concretos de entre el conjunto de cambios de estado permitidos por sus estructuras respectivas. El cambio de estado en el sistema está determinado por su estructura, pero es seleccionado por el entorno, y viceversa. Así, el cambio estructural en cuestión está determinado por la estructura del ámbito en que acontece, pero la secuencia de cambios está seleccionada por la secuencia de interacciones entre sistema y entorno. Con ello, dos sistemas cuya filogenia común les hace partir de unas condiciones iniciales prácticamente idénticas, experimentan, en su ontogenia, diferentes secuencias de interacción que tendrán como resultado la progresiva diferenciación de sus configuraciones estructurales. En la interacción entre dos sistemas con estructuras diferentes, cada uno selecciona una secuencia concreta de cambios estructurales en el otro. Si la interacción es suficientemente mantenida en el tiempo, ambos sistemas tendrán estructuras coherentes entre sí. Como resultado de una historia de interacciones recurrentes, el sistema se desarrolla, pues, de forma congruente con su entorno (Maturana, 1992: 72ss), fenómeno al que Maturana y Varela denominan «acoplamiento estructural» (Maturana y Varela, 1990: 64-8). Sistema vivo y entorno «gatillan» recíprocamente cambios estructurales el uno en el otro, la historia de cada uno es la historia de la co-evolución de ambos en el curso del mantenimiento de una interacción recurrente, de forma que se mantenga determinada congruencia estructural entre ellos (Maturana, 1997: 67ss); la historia de cada uno es la historia de los cambios estructurales congruentes entre ambos.

4. Consideraciones introductorias acerca de la relación cuerpo-mente

Arrastramos un viejo dualismo que nos lleva a percibir lo humano atravesado de una división que, a grandes rasgos, pone a un lado lo somático y a otro lo espiritual, señalando a lo  no-somático como a lo verdaderamente humano. Los manuales de todas las ciencias humanas siguen aludiendo a una conjunción de factores biológicos, psicológicos y sociales siempre que se trata de explicar determinado aspecto de la experiencia humana. Los genes determinan el escaso tanto por ciento que hay que rendir a nuestra animalidad y el resto se lo disputan psicólogos y sociólogos. La controversia entre las determinaciones biológicas y ambientales constituye un debate mal planteado desde el principio. Lo biológico se ha reducido a lo genético y lo ambiental a lo cultural. Tendemos a entender nuestro cuerpo según los planteamientos de una biología genetista que nos lleva a creer que el desarrollo de nuestra estructura biológica responde a reglas genéticamente codificadas de una vez por todas. Para la biología molecular, el paradigma que domina la biología moderna, el futuro está escrito en el programa genético (5). Pero ni la biología se reduce a la genética, ni el papel de la biología en la explicación de la conducta humana es estrictamente el otro del factor ambiental: biología y ambiente no son sucesos disjuntos. Fenotipo y genotipo no son sinónimos para ningún animal, el despliegue ontogenético de un fenotipo nunca viene determinado exclusivamente por su genotipo. Pero lo específicamente humano no es esto, ni el pretendido hecho de que debido a la plasticidad instintiva del ser humano lo biológico desempeña en él un papel secundario. Lo específico del ser humano radica en que su fenotipo se desarrolla ontogenéticamente en un entorno de singulares características, en un ambiente en el que, gracias al lenguaje, se acumula el conjunto de conocimientos que denominamos tradición o cultura. Pero nada de esto acontece al margen de nuestra biología. La incorporación al interior del sistema de información procedente del entorno sólo es posible sobre la base de la codificación de ésta con arreglo a las operaciones que la organización del sistema permita verificar. En el caso de sistemas vivos, tales operaciones responden a una lógica exclusivamente biológica. Un sistema vivo sólo puede obtener información del entorno autoinformándose de éste a través de la transformación de su propia estructura biológica en el curso de las interacciones sistema/entorno. Esa facultad específicamente humana que llamamos conciencia, mente, pensamiento..., surge como resultado de operaciones concretas verificadas en nuestra estructura en el curso de nuestra existencia como sistemas biológicos que interactúan recurrentemente entre sí evolucionando conjuntamente en la selección de coordinaciones consensuales y acoplando su estructura a tales selecciones. Ante todo, no negamos el papel de la cultura, lo que afirmamos es que éste no es el suceso disjunto del papel de la biología como determinante de nuestra conducta, que la cultura influye sobre los seres humanos de la única manera en que el entorno puede influir sobre un sistema vivo, influyendo sobre su cuerpo. Nuestra estructura somática recibida en la filogenia cambia a cada momento como resultado del acoplamiento ontogenético al entorno. Las actividades que realiza el hombre modelan su cuerpo, modelan al hombre. Todo lo que el hombre recibe del entorno modela su ser biológico. Todo lo que modela el ser biológico del hombre modela su ser espiritual.

El idealismo representacionista ha marcado el desarrollo y decadencia de uno de los modelos más potentes ideados por el ser humano para entender el funcionamiento de su propia mente: la máquina de Turing (6). El paradigma dominante en la psicología reciente, el cognitivismo, asumió con todas sus implicaciones el dualismo funcionalista de Turing. Se afianzaba, así, una visión que descontextuaba el conocimiento de sus condiciones biológicas y sociales de posibilidad, concibiéndolo exclusivamente en términos logicistas, como un sistema basado en la computación de representaciones. La mente es estrictamente, en el paradigma cognitivo clásico, un sistema computador de símbolos, un cualidad emergente cuya estructura y función son susceptibles de análisis a un nivel independiente de las características del sistema del que emerge y, por ello, resulta adaptable a cualquier soporte material (vid. Rivière, 1991: 47-107). Esta concepción ha sido objeto de numerosas objeciones, la más contundente la procedente del conexionismo (7). Frente a la reversibilidad y el determinismo característicos del paradigma del autómata simbólico de Turing, el nuevo enfoque conexionista subraya el papel del azar y la irreversibilidad en clara correspondencia con las teorías de Prigogine (íbid: 105-7). Lo que se critica fundamentalmente al paradigma cognitivista es su consideración de la mente como un sistema emergente independiente del hardware del que surge. «La descripción de la mente no puede hacerse con independencia de las propiedades del «hardware» del que es función» (íbid: 105).

La teoría representacionista suponía que el sistema se representa internamente las características del entorno. El conexionismo o la teoría de sistemas autopoiéticos coinciden en negar que tal circunstancia pueda producirse; la información es producida por el sistema en virtud de su coherencia estructural con el entorno (Varela, 1992: 50-60). El sistema nervioso no opera con representaciones del entorno, porque, sencillamente, no le es posible hacerlo. Como sistema determinado por su estructura nada exterior a él puede determinar su comportamiento. Su dinámica de estado es especificada por su configuración estructural (Maturana y Varela, 1990: 28). El organismo opera sobre sus elementos, no puede hacerlo sobre los elementos del entorno porque éste queda al otro lado de los bordes que definen la organización del sistema.

Nuestra civilización ha considerado tradicionalmente lo emocional como un ámbito secundario y pernicioso. Se ha primado lo racional, percibiendo en la pasión una fuente de desorden, inestabilidad y error. A nuestro entender, por el contrario, lo emocional constituye precisamente la piedra angular para aunar una visión de lo humano que tienda un puente entre mente y materia. Definiremos las emociones, con Maturana, como las «disposiciones corporales dinámicas que definen los distintos dominios de acción en que nos movemos. Cuando uno cambia de emoción cambia de dominio de acción» (1997: 15). Nuestra racionalidad descansa en la realización de operaciones sobre ciertas premisas que determinada disposición emocional nos lleva a aceptar a priori (íbid: 14-9). Si cambian nuestras circunstancias emocionales cambia nuestra forma de razonar (íbid: 56-8). Para que cualquier sistema autopoiético pueda existir como orden, y para que la conciencia pueda contarse entre sus operaciones, debe incorporar en su constitución una complejidad reducida que oriente la selectividad filtrando la percepción del entorno; para ser capaz de observar debe presentar una «disfuncionalidad de segundo orden» (von Foerster), un punto ciego que le impida observar que no observa lo que no observa; sólo así puede observar. En nosotros, la pasión garantiza este requisito. Si el mundo fuese emocionalmente aséptico carecería de sentido.

La conciencia, el pensamiento, la mente, sólo son posibles sobre la base de una disposición emocional que filtre la realidad, la aprehensión del entorno con sentido no es posible de otro modo. Como dicen los psicoanalistas, nuestras relaciones originarias con el mundo no son objetivas sino objetales (8). La relación objetiva se caracteriza por la ausencia de proyecciones afectivas, la objetal, por el contrario, está condicionada emocionalmente. En este tipo de relación, además, el objeto es subjetivizado, la percepción que el sujeto tiene de sí mismo queda afectada por las cualidades que confiere al objeto. En las primeras fases de la vida toda relación de objeto es relación objetal. Esto está estrechamente relacionado con el hecho de que nuestras relaciones sociales de partida están basadas en una fuerte asimetría de la interdependencia. El carácter de las interacciones del niño con sus padres se traducirá en una primera configuración de su estructura caracterológica (Clemente Estevan y Villanueva Badenes, 1999: 58-60; Spitz, 1969). El carácter (9) se estructurará a expensas de la espontaneidad instintiva, esto es, a través de la represión (vid. Castilla del Pino, 1984: 11-5, 24-6, 33-70). El «egocentrismo inconsciente» del niño (Piaget, 1991: espec. 24-33) habrá de ceder ante el principio de la realidad. La psicología oficial no ha asumido en su totalidad esta visión, pero muchos de los postulados del psicoanálisis han pasado a formar parte del acervo de conocimiento sobre el que hay consenso (vid. Fernández-Abascal y Palmero, 1999: 186-8; Cano-Vindel, Sirgo y Díaz-Ovejero, 1999: 69-87; Fernández Castro, 1999: 371ss). Por una parte, la represión implica un olvido de las condiciones iniciales, una pérdida de información, una reducción de complejidad; pero, por otra, se traduce en la emergencia de un atractor que permite la apertura a nuevas posibilidades, un incremento de complejidad, una ganancia de información. Lo reprimido quedará en nuestro punto ciego estructurando así nuestra forma de afrontar la vida. La cristalización de una estructura caracterológica representa la emergencia de un atractor que contrae la gama de selecciones disponibles para el despliegue fenotípico del genotipo humano; un atractor que reduce complejidad, que estructura el cuerpo y, con ello, las conductas que éste puede especificar. Un atractor, y esto es lo más importante, que no responde a la lógica constitutiva de lo genético sino a la de la interacción social. Un atractor cuya significación remite al efecto que lo social tiene sobre el cuerpo.

 

5. Hacia una tipología operativa de estructuras biológicas humanas

Nuestro objetivo es analizar la conexión existente entre estructura y dinámica biológica, psíquica y social; en definitiva, replantear desde una nueva perspectiva, y conjuntamente, dos viejos debates: persona y sociedad; mente y materia. Nuestra hipótesis: que tales debates pueden reducirse a uno: cuerpo y sociedad. Para realizar una primera aproximación a nuestro objeto de estudio hemos optado por simplificar el análisis proponiendo una tipología de estructuras biológicas humanas, de cuerpos ideales (en el sentido weberiano).

El idealismo es moneda común entre psicólogos y sociólogos; personalidad y socialización tienden a describirse como si se tratara de fenómenos metafísicos que acontecen entre espíritus y no entre animales. Disponemos de una amplia literatura acerca de los efectos psicológicos derivados de los procesos de interacción social. Sin embargo, hasta donde conocemos, carecemos de idéntica información acerca de cómo afecta ésta a la propia constitución biológica humana. Para construir nuestros tipos biológicos hemos debido reconstruir el cuerpo a partir de sus manifestaciones, a partir de la psicología, a partir de la psique y la conducta. Así, incorporamos a nuestro modelo los tipos psicológicos introvertido y extrovertido de Jung (1994), por el lado de la psique, y los tipos de comportamiento internalizantes y externalizantes (Clemente Estevan y Villanueva Badenes, 1999: 64-6), por el lado de la conducta. Disponemos así de un marco familiar y relativamente simple desde el que construir nuestros tipos ideales biológicos. Conocemos, pues, las condiciones que han de satisfacer, los comportamientos psíquicos y conductuales que han de ser capaces de especificar. Pero es aquí cuando empiezan las dificultades, a la hora de determinar las correspondencias entre un abanico de disposiciones comportamentales y el carácter de las estructuras que los determinan. ¿A qué cuerpos adscribirlas? Aquí, nos quedamos solos; no tenemos a nuestra disposición los instrumentos teóricos necesarios para acometer tal empresa; constatamos un gran vacío en el saber producido en Occidente. Toda civilización tiene un punto ciego y, en gran parte, el cuerpo queda en el de la nuestra. Seguramente, porque la cultura occidental surge y se desarrolla, en buena medida, en oposición al cuerpo: la griega al cuerpo prisión del alma, la cristiana al cuerpo origen del pecado, la moderna al autómata sustrato del espíritu. Para llenar este vacío, para arrojar luz sobre nuestro punto ciego, hemos optado por observarlo a la luz de otra tradición cultural, hemos acudido a Oriente.

Como es sabido, la cosmovisión oriental se articula en torno a la dinámica directriz producida entre dos polos opuestos y complementarios: yin y yang. El I Ching representa arquetípicamente las manifestaciones más extremas de estos dos principios a través de los signos K`un y Ch`ien. Ch`ien representa la fuerza, la energía, el movimiento, la acción, lo masculino..., en definitiva, la extrema manifestación de lo yang. K`un representa la contraparte perfecta de Ch`ien, es decir, lo receptivo, la entrega, lo maternal-femenino..., en definitiva, lo yin puro. Se trata de descripciones arquetípicas, nunca existen en estado puro, sino transmutándose continuamente entre sí. Constatamos en un primer momento cómo esta observación oriental concuerda en líneas generales con los rasgos característicos de los tipos descritos por la psicología occidental. Nuestro tipo psicológico introvertido y el comportamiento internalizante aparecerían a un oriental como manifestaciones psíquicas y conductuales yin; el tipo psicológico extrovertido y el comportamiento externalizante responderían a manifestaciones yang. Pero además, y esto es lo más importante, estos principios son asimismo aplicables al cuerpo, al análisis de las características y evolución de la estructura corporal. Éste es precisamente el objeto central de la macrobiótica.

A los ojos occidentales, la macrobiótica aparece como una especie de exótico reduccionismo nutricional que confiere al cuerpo una dimensión espiritual que ha gozado de gran predicamento entre la new age. Nosotros hemos optado por incorporar a nuestro análisis algunos principios macrobióticos, pero no seducidos por el esoterismo sino como hipótesis provisional de trabajo. Nos ha movido a ello, por una parte, la sorprendente congruencia que estos planteamientos muestran con las actuales teorías biológicas de la autoorganización, y, por otra, la ausencia en Occidente de perspectivas que nos proporcionasen una mejor articulación operativa de las dimensiones cuya relación pretendemos poner de manifiesto. Desde sus orígenes, la "Galaxia auto" ha sido consciente de sus similitudes con el pensamiento oriental, al que ha acudido recurrentemente como fuente de inspiración. No vamos a desarrollar aquí una exposición detallada del pensamiento macrobiótico (10); por el momento baste decir que se trata de un saber producido en torno al cuerpo, fiel a la lógica oriental que hemos descrito, y dirigido específicamente a la sanación. Como nuestra medicina o nuestra psicología, constituye un cúmulo de saberes culturalmente producidos a partir del estudio de los males del alma y el organismo humanos, que acabarán generando un cuerpo sistematizado de conocimientos terapéuticos y observaciones ontológicas. Podríamos traducir las principales tesis macrobióticas a la terminología del paradigma auto sin alterar esencialmente su espíritu. El ser humano, para la macrobiótica, se mantiene en continuo intercambio con el entorno, es una manifestación más del Universo, un ser abierto al resto del cosmos (sistema disipativo). La vida humana es el mantenimiento de un orden dinámico, la muerte la disolución de éste; toda manifestación humana, toda percepción, todo pensamiento, toda emoción, toda acción, dependen de las características biofísicas que presente el organismo en cada momento, del estado de su equilibrio fluctuante entre las tendencias yin y yang (sistema autopoiético clausurado en su organización y determinado en su estructura). Las características biológicas del organismo no son estáticas, cambian a cada momento en función del carácter de sus intercambios con el entorno. Aquí, la macrobiótica se centra fundamentalmente en la nutrición: la constitución (yin/ yang) de los alimentos consumidos marcará el curso (yin/ yang) de las transformaciones en la estructura biofísica del organismo, y, con ello, del carácter (yin/ yang) de las operaciones que éste realiza (psique y conducta). El objetivo que persigue la macrobiótica es el de lograr una salud integral, de cuerpo y alma, a través de una alimentación equilibrada.

Tomamos de la macrobiótica estos dos tipos de estructuras biofísicas arquetípicas. Las consideraremos, a efectos analíticos, los representantes extremos típicos de una infinita gama de posibles manifestaciones intermedias. Ampliaremos, no obstante, la causación de estas estructuras a más factores, a todos los relacionados con la interacción sistema-entorno. Consideraremos especialmente el papel de la interacción social en la estructuración corporal. A continuación intentaremos perfilar los contornos teóricos básicos desde los que creemos puede elaborarse una teoría de la autoorganización de los sistemas sociales que incorpore la vida, la materia.

 

6. Una propuesta para el análisis materialista de la autoorganización de los sistemas vivos y sociales humanos

Son ya bastantes las voces que plantean la necesidad de abrir un nuevo paradigma que supere la errónea situación epistemológica actual dominada por dos reduccionismos incompatibles, el culturalista y el genetista (vid. Jiménez Blanco, 1993: 47-86). Resulta comprensible el desdén con que tradicionalmente ha venido siendo recibido el argumento biológico entre la comunidad sociológica; el simplismo con que la sociobiológica (especialmente de la mano de Wilson) ha reducido las ciencias humanas a la lógica autorreplicativa de los genes es ciertamente irritante. No defendemos aquí nada parecido a una retrotraducción cultural de lo genéticamente codificado en la especie humana. Pero entendemos que igualmente pernicioso para la comprensión de la realidad humana resulta el reduccionismo culturalista que domina las ciencias sociales en la actualidad. Como dice Carabaña, no somos animales sin más, pero tampoco la nuestra es una sociedad angélica (1993: 89-90). Resulta paradójico que en su crítica a los supuestos biologicistas la propia sociología haya acabado aceptando una concepción tan estrecha de la corporalidad humana que no ha hecho sino reforzar las tesis del reduccionismo genético. El organismo humano, en cuanto realidad biológica está genéticamente determinada, pero el ser humano es algo más. ¡Falso! Ni el organismo está genéticamente determinado, ni existe ese algo más. Si no comprendemos que un fenotipo no es un genotipo la sociología jamás abandonará el vaporoso reino de la metafísica. No estamos hablando de disposiciones genéticamente codificadas, sino de la estructuración de un fenotipo, de la estructuración social del cuerpo humano, de la posibilidad de que la estructura biológica de nuestro organismo experimente transformaciones derivadas de nuestra relación con los demás y que, a su vez, dichas transformaciones especifiquen nuevas conductas que implican un cambio en la interacción. Hablamos de una socialidad biológicamente determinada pero no genéticamente instruida, o, en otros términos, de una existencia biológica sujeta a la contingencia de lo social.

Entre quienes han prescindido del sujeto para la teoría sociológica y quienes lo han defendido ha habido un planteamiento central compartido: la explicación ha pivotado entre lo simbólico y lo estructural, el cuerpo ha permanecido obviado, considerado al margen de lo sociocultural. La microsociología no ha podido prescindir del sujeto cartesiano, al que ha socializado pero nunca encarnado. El self sigue siendo un ente metafísico. Mead pretenderá dar una explicacion conductista para la conciencia sin recurrir a las propiedades metafísicas del alma. Mostrará que el espíritu es el proceso social incorporado por el individuo (Mead, 1993: 206ss). Pero el cuerpo permanece al margen, como mero sustrato físico de este proceso (vid. íbid: 213 n17). «La persona posee un carácter distinto del organismo fisiológico propiamente dicho. La persona es algo que tiene desarrollo; no está presente inicialmente, en el nacimiento, sino que surge en el proceso de la experiencia y la actividad sociales, es decir, se desarrolla en el individuo dado de resultas de sus relaciones con este proceso como un todo y con los otros individuos que se encuentran dentro de ese proceso» (íbid: 167). La macrosociología renunciará expresamente al sujeto y al cuerpo (vid. Parsons, 1999: 454ss y 499ss). Llevando el funcionalismo parsoniano a sus últimas consecuencias, Luhmann acabará distinguiendo sistemas biológicos, psíquicos y sociales y situándolos mutuamente los unos en el entorno de los otros (Luhmann, 1998b: 55 y 58ss; 1998a: 30; 1998c: 28-39). La teoría de sistemas de N. Luhmann incorpora elementos conceptuales de la biología de Maturana, pero los utiliza para elaborar una teoría idealista, fiel a la tradición parsoniana, que prescinde del sujeto encarnado, del cuerpo, de la vida, de la materia, mostrando un extraño pero estrecho paralelismo con la vieja psicología cognitiva: sistemas sociales emergentes susceptibles de análisis con independencia de las cualidades constitutivas del sistema donde se originan; sistemas basados estrictamente en el operar de comunicaciones.

La razón de esta ausencia del cuerpo tiene, como hemos visto, larga raigambre histórica. Nuestro soporte es animal, biológico, pero la vida específicamente humana discurre en el orden espiritual que éste posibilita pero no determina. El hombre es, fundamentalmente, un animal simbólico. El paradigma de la autoorganización presenta una visión de lo humano radicalmente distinta y difícil de asumir por una sociología centrada en el paradigma de la autonomía de lo simbólico (11). Los seres humanos no nos representamos simbólicamente el entorno, obtenemos la información derivada de las transformaciones en nuestra estructura biológica que acontecen en nuestra interacción con él. No hay nada parecido a una "representación mental", no hay ideas en estado puro, toda idea es la observación derivada de un determinado estado corporal. Pero, si no podemos hablar ya de representaciones mentales, ¿podemos seguir hablando de representaciones colectivas?; ¿qué sucede con un marco conceptual, como el de la sociología, referido en exclusiva al mundo de las ideas?, ¿qué sucede con las significaciones sociales imaginarias, el inconsciente colectivo, los arquetipos, selves, imaginario social, ideología, utopía, hegemonía ideológica...? Aceptamos el axioma central de la sociología: lo humano surge de la vida social: lo que se exige es encarnar definitivamente a ese sujeto cartesiano que la sociología tuvo el acierto de socializar. Porque el cuerpo humano también es un fenómeno relacional.

En lo que sigue describiremos brevemente el modelo (aún provisional) diseñado para tratar de integrar la teoría de sistemas autopoiéticos y la de sistemas de orden por fluctuaciones, proponiendo una teoría unificada para el análisis sociológico de los ámbitos micro-macro, sistema cuerpo y sistema sociedad. Aplicaremos el modelo a un caso concreto, al estudio de la interconexión entre estos niveles en la dinámica social verificada en torno a un patrón normativo específico. Esto nos servirá como ejemplo para poner de manifiesto cuál es el carácter de la ligazón que observamos entre las dimensiones cultural y corporal humanas.

Parsons centró su análisis de la desviación social en los efectos sobre la estructura motivacional del actor de las expectativas frustradas por la transgresión normativa efectuada por alter. Esto le llevó a replantear, desde el punto de vista de la estructura motivacional, la tipología de formas de adaptación que Merton elaborara atendiendo al desajuste estructural medios/fines (vid. Parsons, 1999: 241-55, cfr. Merton, 1968: 210-36). La perturbación del sistema interactivo tiene efectos sobre la estructura motivacional del ego, cuya orientación catética hacia el alter se torna ambivalente y determina el rumbo de la interacción así como posibles cambios en la estructura motivacional del alter en congruencia con los del ego. En función de si en la estructura motivacional del ego predomina el componente conformativo (necesidad de aprobación de alter) o el alienativo (hostilidad hacia el alter), y de sí su personalidad es activa o pasiva, Parsons elabora la tipología que representamos en la siguiente tabla.

 

ACTIVIDAD

PASIVIDAD

Predominio

conformativo

Orientación hacia la realización

Compulsiva

Aquiescencia compulsiva en las

expectativas de los estatus

Predominio

alienativo

 

Rebeldía

 

Abandono

Fuente: Parsons, 1999: 246.     

Pareciera que Parsons va a llegar a conclusiones idénticas a las nuestras. En algunos pasajes de su Sistema Social alude a ciertos aspectos de la naturaleza biológica humana que revisten una especial significación para el sistema social, llegando incluso a destacar la necesidad de un estudio que aborde la interrelación entre la dinámica social y su infraestructura biológica. Pero, si Parsons tiene la virtud de mencionar esta vía, quedará desatendida en su análisis: su teoría de la acción hará abstracción de la constitución biológica del actor (vid. 1999: 42-3, 454ss y 499ss). Aquí propondremos un modelo sorprendentemente parecido al parsoniano, pero consideraremos que cada patrón normativo vehiculizado en la interacción mueve a las estructuras biológicas de los sistemas involucrados en ellas en dirección yin o yang. Cada estructura microscópica es el resultado del conjunto de cambios operados en el curso de las interacciones significativas mantenidas en su vida. Con ello, la configuración macroscópica resultante deviene altamente impredecible, pues los efectos derivados de cada patrón normativo interfieren en los de los demás. Para facilitar el análisis impondremos a la observación, de momento, condiciones de laboratorio: supondremos el tiempo una variable irrelevante (más adelante veremos cómo opera) y nos limitaremos a considerar el efecto aislado de un único patrón normativo, al que, además, supondremos en el momento de su máxima observancia. Uno de los patrones más característicos de las sociedades occidentales, hoy ya en desuso, ha sido la restricción del comportamiento sexual. Ésta se agudiza a partir del siglo XVII de la mano de la burguesía victoriana ascendente, el sexo se convierte en algo que no hay que mostrar y de lo que ni siquiera hay que saber (Foucault, 1987).

Simplificando al máximo, pueden adoptarse cuatro estrategias básicas ante un patrón normativo como éste: transgredirlo públicamente pero aceptarlo en privado; aceptarlo en público pero transgredirlo en privado; aceptarlo privada y públicamente; transgredirlo privada y públicamente. La selección entre estas opciones no se realiza con independencia de nuestra estructura corpórea. Cada estrategia emana de y alimenta una peculiar constitución; que sea la misma u otra depende del curso de la interacción, su selección es llevada a cabo por el entorno. Cada estrategia es especificada por una determinada estructura corpórea que, a su vez, evoluciona en las transformaciones que experimenta de forma contingente al carácter de los efectos derivados de una interacción recurrente basada en tal estrategia. Si cambia el entorno, cambian las condiciones que seleccionan la dinámica de estado del sistema, lo que se traduce en una transformación de la estructura del sistema, en un "cambio de carácter". En las condiciones macroscópicas globales anteriormente impuestas, la configuración microscópica resultante es la que refleja el siguiente gráfico:

Opciones ante un patrón normativo

represor íntimo

transgresor público

YIN a

transgresor íntimo

represor público

YIN b

represor íntimo

represor público

YANG a

transgresor íntimo

transgresor público

YANG


Las estrategias yin implican (proceden de, y generan) un menoscabo en la autovaloración del self; las yang, por el contrario, una autopercepción positiva. Con la referencia a los subtipos a y b hacemos alusión al carácter funcional o disfuncional, a nivel macroscópico, de cada estructura biocorporal en un contexto normativo dado. Dadas las condiciones ideales en que se desarrolla nuestra observación (equilibrio del sistema en torno a la pauta), el patrón normativo se sustenta, en principio, en el predominio absoluto de los subtipos yang-a y yin-b sobre el resto. 

Las estructuras yin-a y yang-b corresponden a sujetos estigmatizados por su relación con la norma, cultural y estadística. En el caso yin-a, al etiquetamiento se añade su condición de desclasado. Los subtipos a y b traducen así, a nivel bioestructural, la estructuración social operante. Piénsese, por ejemplo, en la pertenencia a la clase social, al pueblo, al género, a la cultura..., dominante (a) o dominada (b). Integraremos este esquema en el marco de la teoría de sistemas de orden por fluctuaciones. Esta teoría destaca la estrecha relación de dependencia que en sistemas complejos se verifica entre estructuras macroscópicas y microscópicas (Prigogine, 1988: 155-7), y propone aprehender la dinámica macroscópica del sistema a la luz de la actividad microscópica fluctuante (Prigogine y Stengers, 1990: 17-27). Recordemos brevemente el principio de orden por fluctuaciones. Los sistemas pueden presentar tres estados: de equilibrio, en el que la entropía destruye las estructuras o permite únicamente la estabilidad de estructuras simples; estacionario o cercano al equilibrio, en el que las pequeñas fluctuaciones fortuitas son absorbidas por mecanismos homeostáticos; y un último estado, en situaciones alejadas del equilibrio, en el que las fluctuaciones se amplifican y acaban por modificar el patrón macroscópico del sistema (Prigogine, 1988: 191). Son pequeñas fluctuaciones en la estructura microscópica las que desestabilizan la uniformidad del sistema, y aquella que se selecciona aleatoriamente en los puntos de bifurcación determina la evolución macroscópica del conjunto (vid. Prigogine, 1988: 163 y 264-70).


Hemos representado gráficamente la complejidad intrínseca del sistema social, así como su actividad microscópica fluctuante, para cada una de las diferentes fases que su dinámica de estado puede atravesar. La tabla que mostramos a continuación representa la situación de un sistema social (consideramos únicamente un patrón normativo) en estado de equilibrio o muy cercano a él.

Opciones ante un patrón normativo

represor íntimo

transgresor público

YIN a

transgresor íntimo

represor público

YIN b

represor íntimo

represor público

YANG a

transgresor íntimo

transgresor público

YANG b


La mayor parte de los individuos se conducen con arreglo a la norma sexualmente represiva, y es esta uniformidad microscópica la que confiere estabilidad macroestructural al sistema social. Los potenciales efectos perturbadores de las fluctuaciones periféricas son absorbidos por los mecanismos homeostáticos de un atractor con una potente fuerza gravitatoria. Hemos coloreado en la tabla las celdas que corresponden a yin-b y yang-a para indicar que el estado de estabilidad macroscópica se verifica sobre la base de un comportamiento microscópico caracterizado por la primacía absoluta de estas dos estrategias y sus correspondientes estructuras corporales y caracterológicas. Las opciones yin-a y yang-b son residuales, son unos pocos «pervertidos». Las relaciones relevantes se producen entre los sujetos adaptados a tal contexto (la inmensa mayoría): yin-b y yang-a. La opción yang-a es la institucionalmente defendida desde las instancias relevantes en la creación del sentido; la yin-b se configura en la autodenigración derivada de la transgresión íntima acompañada de la exhibición pública de la observancia. El sistema es estable porque la norma es estrictamente observada, y lo es porque, en esta situación, la transgresión íntima no es expresable con sentido, es indecible e incomunicable. Únicamente es expresable verbalmente de forma mistificada u orgánicamente en forma de desequilibrios biopsíquicos yin (histeria, esquizofrenia...) cuya significación profunda es inaccesible a la conciencia. Las potenciales perturbaciones que supondría la transgresión íntima son absorbidas por el mecanismo homeostático que supone una interacción recurrente entre yin-b y yang-a que aparece a nuestra observación en términos de dominación/ sumisión. Las interacciones posibles (yang-a/ yang-a; yin-b/ yang-a y yin-b/ yin-b) refuerzan en todos los casos la norma. En el último caso (yin-b/ yin-b) la desviación es inconfesable y ocultada entre "pecadores" que no pueden confiarse su mutua condición.

 

La segunda fase corresponde a una etapa de transición en la que pueden verificarse dos estados: el estacionario o el alejado del equilibrio. Puede manifestarse una de estas dos posibilidades. La primera no conduciría a una modificación de la situación analizada con anterioridad, la segunda sí. Si el sistema evoluciona en esta última dirección, la situación será la reflejada por la siguiente tabla.

Opciones ante un patrón normativo

represor íntimo

transgresor público

YIN a

transgresor íntimo

represor público

YIN b

represor íntimo

represor público

YANG a

transgresor íntimo

transgresor público

YANG b

Fase 2.

Estamos ante una situación caracterizada por un incremento de complejidad en el espacio de fases del  sistema, una situación de turbulencia microscópica con efectos de inestabilidad estructural macroscópica. Las estrategias posibles se han diversificado, yin-a o yang-b no son susceptibles de un etiquetamiento tan fácil. La estigmatización sigue funcionando en la medida en que el atractor dominante trata de proteger la funcionalidad macroscópica anterior, pero la exhibición de conductas desviadas no deja inermes ni a yang-a ni a yin-b; constituye un cuestionamiento frontal y doloroso a los presupuestos de su identidad y suscita en ellos reacciones defensivas. Yin-a y yang-b provienen fundamentalmente de los ámbitos yang-a yin-b respectivamente, por evolución personal o generacional. «Yin se cambia en Yang, Yang se cambia en Yin» (Kushi, 1979: 7). ¿Cómo? Pues fundamentalmente de la mano de los sujetos yin-b más alejados del centro del atractor del sistema, de aquellos que en su interacción con otros sujetos yin-b o yang-a dejan de encubrir con secretos y mentiras su conducta transgresora. Esto no sucede de la noche a la mañana, secretos ocultos son descubiertos o confesados a círculos reducidos del entorno, ¿qué círculos?, pues esos pocos en que puedes confiar porque también son yin-b, secretos de esta índole no son confesados jamás a un yang-a, te recriminaría y haría de ello un escarnio para ti. La transgresión se comparte en secreto en pequeños círculos yin-b (una transgresión sexual no compartida además de resultar relativamente aburrida no tendría repercusiones sociales).


Si los mecanismos homeostáticos del sistema son capaces de absorber las perturbaciones que estos grupos transgresores secretos representan, subsistirán en la clandestinidad de la periferia marginal de un estado de cuasi-equilibrio. Pero si estas fluctuaciones periféricas se amplifican, si su secreto es conocido por un número creciente de individuos que optan por compartir y confesarse entre sí conductas desviadas, estas fluctuaciones acabarán por modificar el patrón macroscópico del sistema. ¿Por qué? Porque la transgresión de una norma en un estado de equilibrio implicaba necesariamente la transformación de la estructura corporal y caracterológica del transgresor en una dirección yin-b, lo que se traducía en sentimientos de mortificación y exhibiciones sociales de observancia y todo ello realimentaba la transformación corpórea y caracterológica yin-b en la sumisión y para la sumisión. Pero secretos y mentiras desvelados entre grupos de transgresores yin-b generan un entorno distinto, un entorno que ya no selecciona en uno una transformación de su estructura capaz de especificar comportamientos reprimidos y represivos sino todo lo contrario; aquí, la transgresión de la norma no compele ya a la estructuración del carácter y el organismo en la autodepreciación. Cuando esto sucede solemos explicarlo diciendo que la norma ha dejado de ser operativa, que hay más selecciones disponibles, que el poder ya no es tan férreo. En lo que no reparamos es en lo profundamente implicada que está nuestra existencia biológica en este proceso. La regulación cultural de mi socialidad no opera metafísicamente, sino a través de mi biología; la cultura implica, en un sentido muy estricto, una política corporal.

Volviendo a nuestro ejemplo, si las fluctuaciones han modificado el patrón macroscópico del sistema, la situación será la representada en la siguiente figura.

Opciones ante un patrón normativo

represor íntimo

transgresor público

YIN a

transgresor íntimo

represor público

YIN b

represor íntimo

represor público

YANG a

transgresor íntimo

transgresor público

YANG b

Fase 3.

La historia no ha llegado a su fin, tan sólo hemos trazado un círculo debido a las condiciones arbitrarias que hemos impuesto a la observación. La situación es simétrica a la recogida por la primera figura. Aquí, las estructuras microscópicas involucradas son similares pero vehiculizan pautas culturales opuestas. Una norma instituida materializa en un momento dado tendencias emergentes anteriormente dominadas. La transición entre diferentes fases viene caracterizada por experiencias vitales de desequilibrio, por afecciones emocionales que deben ser significativamente intensas para que la turbulencia microscópica devenga visible a nivel macroscópico. Sin disonancias cognitivas, desequilibrios emocionales, mentiras, secretos, angustias, castigos, amor y desamor, no hay proceso social. Sin pasiones no hay historia, no al menos historia humana. Si todos fuésemos felices y sanos, las sociedades serían estáticas, porque, sencillamente, nadie querría cambiarlas. Los síntomas de perturbación en los sistemas (individuos y culturas) a menudo tienden a interpretarse en términos de patología, de disfuncionalidad. Esta visión consustancial al conservadurismo, es como sabemos, entre nosotros, una de las principales características del funcionalismo estructural. El paradigma de la autoorganización, por el contrario, atribuye al desequilibrio un papel radicalmente opuesto, sustancialmente creativo. Lejos de constituir una manifestación disfuncional, el caos de la turbulencia (desviación) representa la principal condición de posibilidad para la organización de sistemas capaces de incorporar un creciente nivel de complejidad. Todos esas intensas afecciones pasionales que nos mueven a la irracionalidad y al comportamiento impredecible son el precio que hay que pagar al turbulento orden que hace posible la vida y la conciencia. Somos seres vivos, no formamos parte con el entorno de una realidad indiferenciada, la vida es precisamente el mantenimiento de esta diferencia, es un proceso que exige esfuerzo y a veces sufrimiento. Como acertadamente expresara Wiener, «el estado estable de un organismo vivo es la muerte» (Wiener, 1998: 87).

Veíamos cómo en un estado de equilibrio o proximidad al equilibrio la entropía tiende a alcanzar su máximo valor, esto es, la uniformidad a nivel microscópico. Las pequeñas fluctuaciones son absorbidas por el sistema sin tener efectos macroscópicos (Prigogine, 1988: 240ss). En un sistema social humano próximo al equilibrio los sujetos han de producir con sus vidas y sus cuerpos las condiciones requeridas para la conservación del sistema en ese estado. El riesgo que la desviación microscópica podría significar en términos de turbulencia macroscópica queda absorbido por mecanismos de atribución de moralidad, criminalidad, o, en último término, por lo indecible del sufrimiento de la locura. La absorción de entropía se produce aquí al nivel más nuclear posible, y con ello al más estrictamente biológico. En la medida en que no es traducible en términos con sentido para el sistema es por ello vivenciada como una escisión dramática e incomunicable. Lo indecible es aquello que no puede ser percibido porque queda al margen de lo indicado con sentido desde el atractor dominante en el sistema. «Lo que no resulta pensable es algo sobre lo que tampoco cabe hablar» (Wittgenstein, 1986: 142). «La ausencia de razón no tiene palabras. Sólo tiene palabras su posesión, que domina la historia manifiesta» (Horkheimer y Adorno, 1997: 291). No es de extrañar que los males psicosomáticos característicos de lo yin-b se den en nuestras sociedades, precisamente, entre las clases económicas más bajas (Páez et. al, 1985: 55-67) y entre el "sexo débil" (íbid: 67-82). Las patologías evolucionan a nivel microscópico en correspondencia con las transiciones de estado a nivel macroscópico. Nietzsche describe a la perfección al yang-b que sobrevive estigmatizado en la periferia de un estado próximo al equilibrio (1989: 140-2):

«El tipo del criminal es el de un hombre fuerte situado en unas condiciones desfavorables, un hombre fuerte que se ha puesto enfermo. (...) Sus virtudes han sido condenadas por la sociedad; los instintos más enérgicos que son innatos a él se han mezclado pronto con las emociones depresivas, con el recelo, el miedo, el deshonor. Ahora bien, ésta es prácticamente la receta para degenerar fisiológicamente. Quien se ve obligado a hacer a escondidas, con una tensión, una previsión y una astucia mantenidas durante mucho tiempo, lo mejor que podría y más le gustaría hacer, se vuelve anémico. Como lo único que obtiene de sus instintos son peligros, persecuciones y catástrofes, hasta sus propios sentimientos terminan volviéndose contra esos instintos, a los que considera como una fatalidad.

»En nuestra sociedad domesticada, mediocre y castrada, un hombre que viene de la naturaleza, de las montañas o de correr aventuras por los mares, degenera fácilmente en un criminal. (...).

»Generalicemos el caso del criminal: pensemos en seres a los que, por cualquier motivo, les falta la aprobación pública, que saben que no se les considera ni beneficiosos ni útiles, que sienten al igual que el chandala, que no les tratan como iguales, sino como a alguien que se le ha de marginar porque es indigno y mancha a quien se relacione con él. Los pensamientos y los actos de todos esos individuos tienen el color de quien vive bajo tierra; en ellos todo es más pálido que en quienes viven a la luz del día.

»Sin embargo, casi todas las formas de existencia que hoy veneramos, vivieron en otros tiempos en esa atmósfera casi sepulcral: el hombre de ciencia, el artista, el genio, el espíritu libre, el actor, el comerciante, el gran descubridor... (...).

»(...), todo el que vive separado de los demás, todo el que está durante mucho tiempo por debajo, todo el que lleva una existencia extravagante e incomprensible, se parece al tipo que encuentra su máxima expresión en el criminal. Todos los innovadores del espíritu llevan durante algún tiempo en la frente la señal pálida y fatídica del chandala; y no porque se les considere así, sino porque ellos mismos notan el abismo que les separa de todo lo tradicional y respetado. Casi todos los genios atraviesan, como una etapa de su desarrollo, una «existencia catilinaria», caracterizada por un sentimiento de odio, de venganza y de rebelión contra todo lo que ya es, lo que ya no está en vías de ser. Catilina es la forma de existencia previa de todo César.»

Tocó vivir a Nietzsche una época próxima al equilibrio, y su descripción de las estructuras caracterológicas sobre las que se edificaba este orden se corresponde también con la de nuestros tipos yin-b y yang-a (vid. 1985: 110).

Un estado próximo al equilibrio tiene que manifestar comportamientos muy próximos a la reversibilidad. ¿Cómo puede ser posible algo así en sistemas tan complejos como los humanos? El fenómeno religioso puede arrojar luz sobre ello. La religión trata de frenar el tiempo haciendo de un sistema social humano un sistema reversible. En las sociedades arcaicas el tiempo mítico es reactualizado periódicamente a través de la actividad ritual (Eliade, 1986: 24-33). Esta sacralización del vínculo entre pasado y presente niega la irreversibilidad, cierra el horizonte a la historia, hace que necesariamente el futuro esté contenido en el pasado. El mito del eterno retorno es así, bajo múltiples manifestaciones locales, una constante en toda civilización (Eliade, 1972). «Yo soy el Alfa y la Omega» (Apocalípsis de San Juan, 18), dice Jesús, «yo soy el primero y el último» (íbid, 117), «estoy vivo por los siglos de los siglos; y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (íbid, 118). Para la tradición religiosa judeocristiana no hay historia, el futuro está contenido en el pasado, el universo es estático, reversible. Tratar de alterar el orden inmutable y eterno es empeño vano que únicamente conduce al sufrimiento (Eclesiastés, 11-18). ¿Y cómo se trata de frenar la historia? Pues logrando una determinada estructuración del cuerpo que haga posibles ciertas formas de interacción e improbables otras. El Sermón de la montaña (Mateo, 5-7) viene a decir: bienaventurados los yin, porque de ellos será el reino de los cielos; malditos los yang, que en la vida eterna serán consumidos en el fuego del infierno. La estructura biológica del cristiano ha de ser yin, la del rebaño de un dios pastor, yang. Todo el Antiguo Testamento presenta las desgracias del pueblo judío como resultado del incumplimiento de una alianza que debe ser renovada a cada momento. Resultado catastrófico al que lleva dar rienda suelta a las pasiones, conductas depravadas, mentiras... El resultado es una estructuración caracterológica en la autodenigración característica de la estrategia yin-b. Los pecados capitales no son sino pasiones capitales que deben ser controladas; la Biblia está plagada de exhortaciones al control de las pasiones (12). Es una época, no lo olvidemos, en que la palabra de Yahveh representa la búsqueda mesiánica de estabilidad para una sociedad débil y fragmentada como lo eran por entonces las tribus de Israel. Para lograrlo, se hace especial hincapié en el autodominio emocional y en desterrar la mentira y el secreto (vid. Zacarías 8-10, espec. 81-17 y 105-12). El proceso de civilización es fundamentalmente un proceso de control y estructuración de la emociones humanas (Elías, 1989); «toda sociedad ordenada adormece las pasiones» (Nietzsche, 1990: 49). Sólo así es posible frenar la historia; el sujeto yin-b es un sujeto castrado (vid. íbid: 188; 1988: 70; 1989: 63-5).

La posibilidad de ocultar un secreto (13) verificando conductas que no podrían llevarse a cabo públicamente, constituye «una de las más grandes conquistas de la humanidad» (Simmel, 1977: 378-9). Un hito en este proceso lo constituye la aparición de lo que Simmel denomina «sociedades secretas». El secreto puede ser compartido por un grupo. Para que esto sea posible ha de verificarse una extremada confianza entre los miembros, la seguridad de cada uno depende de la discreción del resto. Este es un requisito fundamental para la protección frente a un entorno hostil. La sociedad secreta aparece cuando lo que protege el secreto es débil socialmente. El secreto tiene un efecto individualizador, que desaparece cuando aparece la sociedad secreta, ésta liga a la totalidad de la personalidad de sus miembros en una fuerte red de cohesión (Simmel, 1977: 393-424). La posibilidad de seleccionar un entorno en el que la transgresión sea verificable sin comportar riesgos, conduce a una progresiva selección de transformaciones en la estructura caracterológica y corporal más autoafirmativas, más yang. Con ello se abre el camino a la posibilidad de que dichas perturbaciones normativas generen efectos macroscópicos.

Todo sistema con pretensiones de estabilidad en torno a un estado estacionario está obligado a perseguir el asociacionismo secreto. Los rasgos caracterológicos encargados de salvaguardar el atractor del sistema son siempre del tipo yang, esto es, con tendencias paranoides (14). Un punto de bifurcación es un periodo de difícil entendimiento. La discusión entre ambas partes involucra una fuerte carga emocional, el desacuerdo se vive como una grave amenaza existencial recíproca (vid. Maturana, 1997: 17-9 y 57-8). Una afirmación realizada desde un dominio de la realidad, es ininteligible si es escuchada desde otro. Un orden percibe a otro, si está basado en premisas fundamentales de partida y en coherencias operacionales distintas, como desorden, no como un orden distinto (íbid: 58-60). Esto sucede porque los sujetos que representan diferentes atractores de sentido han dejado tiempo atrás de constituir entornos relevantes  mutuos en torno a los cuales se seleccionan las transformaciones de sus respectivas estructuras. Si usted no constituye un entorno relevante para mí, no es capaz de seleccionar el camino que seguirá mi cuerpo y mi carácter en el futuro. Mis circunstancias habrán cambiado con independencia de cómo usted las perciba; «sólo si yo cambio cambia mi circunstancia, y mi circunstancia cambia sólo si yo cambio» (íbid: 68); y usted ya no puede seleccionar este cambio en mí. Mi acoplamiento estructural no acontece ya en base a una interacción recurrente con el entorno que usted representa. Si usted es un yang-a y yo un yin-b que se relaciona con otros yin-b en un marco de mutua confianza y aceptación, su estructura y la mía dejarán de estar acopladas, mi estructura ya no evolucionará de forma congruente con la suya, esto es, hacia la sumisión yin. El acoplamiento estructural supone una «línea de demarcación que divide al entorno en lo que estimula al sistema y lo que no lo estimula» (Luhmann, 1996: 100); el acoplamiento no opera sobre la totalidad del entorno sino sobre una parte reducida de éste, el resto, el ruido, no es considerado a efectos del acoplamiento (íbid: 99-101). El ruido expresa lo desconocido, lo no considerado por el sistema. Cuando se acumula llega un momento en que invade la señal y comienza a percibirse como información que desplaza a las viejas informaciones (Thompson, 1992: 166-7). Usted constituye ruido para mí tanto como yo para usted, y si casualmente me encuentro con usted, yang-a, nunca nos entenderemos, nuestras premisas metacomunicacionales serán mutuamente inadmisibles. Usted despliega inconscientemente su existencia en la selección de aquellas configuraciones estructurales en su entorno capaces de especificar en él comportamientos yin; y, en nuestra interacción, usted constatará mi insolencia como yo su inadmisible autoritarismo, porque, sencillamente, mi estructura no es ya la requerida para que tales comportamientos sean posibles. Ni usted ni yo nos entenderemos, porque las estructuras que han seleccionado en nosotros nuestros respectivos entornos especifican comportamientos que imposibilitan nuestra comprensión mutua. Paradójicamente, nuestras respectivas estructuras biológicas son más similares que nunca (yang), pero, precisamente por ello, nuestros respectivos "imaginarios" son más diferentes que nunca.

Un celebérrimo psiquiatra español, López Ibor, escribe en una época de intensas fluctuaciones que el atractor del sistema a duras penas trata de absorber, nos referimos a los últimos años del régimen franquista, un sistema lejano ya a la proximidad del equilibrio conseguida hacia los años cincuenta. López Ibor es, entre otras cosas, un observador de la época y observa, como todos los observadores, desde dentro del sistema, representa la suya una visión particular de la situación, la visión que especifica una estructura caracterológica yang-a en aquel entorno. Para él, la democracia moderna «es un gran matriarcado. Lo peor del caso es que el matriarcado es neurótico. Odia a la autoridad como el neurótico. La considera inhibidora como en el complejo de castración» (López Ibor, 1968: 27). Así es observado lo yin-b, en un tránsito crecientemente visible hacia lo yang-b, por un yang-a.

A estas alturas, conforme el atractor alternativo va tomando fuerza, es cuando yang-a manifiesta tendencias a evolucionar hacia yin-a. El sujeto yin-a se forja a través de la identificación en una relación objetal de rechazo, en el objeto no hay ningún componente gratificador por lo que su rechazo no se experimenta con culpa y la inaceptación se hace manifiesta. El yo ideal se construye sobre la imagen opuesta al yo represor, pero subsisten restos de identificación con el objeto represor que fue internalizado y aceptado previamente (Castilla del Pino, 1984: 42-3). Como decía Simmel, el secreto presenta a veces singulares características, como la de aparentar públicamente transgresiones inexistentes con la finalidad de exhibir un mayor atractivo personal (1977: 379-81). Esto es lo que hace nuestro yin-a, aparentar que está del lado yang-b.

Otro psiquiatra, éste yang-b, Frantz Fanon, analiza los principales cuadros de patología mental surgidos durante la guerra colonial de Argelia (1965: 228-71). Fanon constata la existencia de dos momentos en la evolución de la sintomatología durante el proceso de colonización/ descolonización. Un primero, caracterizado por la asunción más o menos pasiva de la dominación impuesta, y un segundo, marcado por la irrupción de una reacción anti-imperialista violenta (íbid: espec., 228-30). En el primer momento, el colonialismo denigra la identidad del pueblo colonizado empujándole a forjar una personalidad yin-b (íbid: 228-9). Con la aparición de la resistencia armada, las manifestaciones patológicas se diversifican y comienzan a afectar también a ciertos colonos (íbid: 229ss). Tal es el caso de de la reacción neurótica que desarrolla una joven colona francesa, que corresponde claramente a lo que hemos denominado como tipo yin-a procedente de yang-a (vid. íbid: 253-4). Fanon nos presenta otros casos, todos congruentes con nuestra visión. Por ejemplo, la evolución hacia el sadismo de un inspector francés, acentuación de tendencias yang en el yang-a (íbid: 245-7). Una evolución contraria es la que representa un policía francés que evoluciona de yang-a hacia la depresión yin-a (íbid: 242-5). Muestra también ejemplos característicos de la población colonizada que confirman nuestras previsiones de diversificación con el inicio de la actividad guerrillera. Las estructura de personalidad pueden mantenerse en ese estado yin-b o evolucionar hacia yang-b (vid. íbid: 248-50).

Hemos trazado una concepción de la dinámica social radicalmente distinta a la usual en sociología, una visión profundamente enraizada en nuestra existencia como seres vivos. En la sociología actual el dinamismo social tiende a ser explicado en función de las características de lo imaginario. Utopía e ideología (Ricoeur, 1988: 94-114; 1997: espec. 45-59), imaginario social instituyente e imaginario social instituido (Castoriadis, 1999). La ideología con su función integradora del sistema pero, a la vez, con su función de disimulo, de respaldo al poder y a intereses no tematizados. La utopía en su papel crítico, creativo, innovador, explorando desde el no-lugar imaginario nuevas posibilidades de ordenación del sistema. Nuestro análisis llega a conclusiones similares, salvo en un aspecto: hablamos de una dinámica de estructuración del cuerpo en vez de un dinamismo de lo imaginario. La dinámica social no radica en la lógica de las ideas, la historia humana existe en la medida en que es naturaleza en devenir, las ideas cambian con los cuerpos, los cuerpos cambian con las ideas, las ideas son observaciones derivadas de determinada estructura biológica.

Foucault desarrollará un perspectiva muy próxima a la que aquí mantenemos. El análisis foucaultiano del biopoder arranca de una doble crítica: al estructuralismo por tratar de aparcar el concepto de suceso, y al análisis centrado en el dominio simbólico por circunscribirse al terreno de las estructuras significantes. Como dirá Foucault, «no hay que referirse al gran modelo de la lengua y de los signos, sino al de la guerra y de la batalla. La historicidad que nos arrastra y nos determina es belicosa; no es habladora. Relación de poder, no relación de sentido. La historia no tiene "sentido"...» (1992: 189-90). Se critica a Marx por haberse centrado en el nivel de la ideología en vez de estudiar los efectos del poder sobre el cuerpo (íbid: 113-5) y por reducir la dinámica social a las relaciones entre capital y trabajo (Lazzarato, 2000: 10-1). Para Foucault, las relaciones de dominación en interacciones microscópicas no son la proyección del poder macroscópico sino la condición de posibilidad de éste (1992: 167-9). Y, a partir de estas consideraciones, que suscribimos, Foucault trata de edificar una arqueología de «los mecanismos de poder que se han incardinado en los cuerpos, en los gestos, en los comportamientos» (íbid: 117). El control institucional del cuerpo adquiere la forma de castigo, tormento, hasta el siglo XVIII, a partir del XIX esta estrategia se sustituye por la de la displinización encaminada a hacer el cuerpo apto para el trabajo (Foucault, 1973: 132-3). Esta disciplinización «"fabrica" individuos; es la técnica específica de un poder que se da los individuos a la vez como objetos y como instrumentos de su ejercicio» (Foucault, 1978: 175). El poder toma a la vida como objeto; se produce una «estatalización de lo biológico» (Foucault, 1987: 247). «El poder se ha introducido en el cuerpo, se encuentra expuesto en el cuerpo mismo» (Foucault, 1992: 112), pero no penetra en él a través de las representaciones que los sujetos se hacen de la realidad. «El poder circula a través del individuo que ha constituido» (íbid: 152). No es la internalización de una idea lo que confiere operatividad al poder. «Si el poder hace blanco en el cuerpo no es porque haya sido con anterioridad interiorizado en la conciencia de las gentes. Existe una red de bio-poder, de somato-poder» (íbid: 166), pero, a nuestro entender, Foucault se pierde tratando de desentrañar los mecanismos de coordinación de esta red biopolítica (vid. íbid: 117-8).


Compartimos el interés foucaultiano por teorizar el poder desde sus efectos sobre el cuerpo, pero nos parece que su visión encierra profundas contradicciones. El somatopoder parece tener para Foucault un principio histórico y, presumiblemente, un final. Queda bastante oscuro, en Foucault, el origen del poder, y queda más oscura aún la alternativa propuesta para acabar definitivamente con todo tipo de poder. A cada victoria de un contrapoder, el poder responde con nuevos y más sutiles mecanismos de poder (íbid: 112-3). «Es preciso aceptar lo indefinido de la lucha... esto no quiere decir que no terminará un día» (íbid: 113). Paradójicamente, para Foucault, sólo el deseo de poder, sólo la autoafirmación de formas alternativas, cambia las formas existentes, no basta la mera resistencia, es necesario crear (Lazzarato, 2000: 15-6). Ésta es la irresoluble paradoja foucaultiana. Para nosotros, todo poder es biopoder. El biopoder no tiene principio ni fin, vale para él lo mismo que Weber afirmara del poder, que es inherente a la existencia social humana (1970: 247-8). Todo poder es biopoder, porque toda interacción social es una interacción biológica, porque toda relacion social se da entre seres vivos cuya bioestructura no permanece inalterable al margen de las contingencias de la interacción. El poder no es sólo dominio, en este sentido, el amor también es poder, y el desamor también. El poder, así entendido, como capacidad de ego de selección del cambio biológico de alter, es anterior a la coerción, de lo contrario no habría sociedad humana. El poder refleja la incidencia de las relaciones en los cuerpos, se manifiesta a través de procesos metacomunicacionales inconscientes (vid. Bateson, 1984: 124-5 y 137-9; Watzlawick, 1984: 247ss; Jackson, 1984: 232-46), de juegos del lenguaje (vid. Lyotard, 1994: 25-8 y 37-41). La coerción, el recurso a la violencia, es un tipo de biopoder diferente, que opera en la comunicación, no en la metacomunicación. El poder, como influencia en la estructura biológica, se mantiene en relaciones objetales y no es expresable con sentido. La coerción, por el contrario, se produce en relaciones objetivas, expresables con sentido por quien las sufre.


Contra Foucault, no creemos en el avance hacia el fin del poder, sino en el eterno ciclo humano en el que la victoria-sanación de unos cuerpos es la derrota-enfermedad de otros. «No hay sistema estable para todas las fluctuaciones estructurales, no existe fin para la historia» (Prigogine, 1988: 181). La creatividad existe, pero ¿quién ha dicho que sea un proceso alegre? No lo es, no puede serlo. La creatividad exige casi siempre un parto doloroso, el alumbramiento de algo nuevo que hay que proteger de los demás a costa del sufrimiento propio, de lo contrario es devorado. Como decía Nietzsche, «es preciso llevar dentro de uno mismo un caos para poder poner en el mundo una estrella» (1985: 44). Hay todavía quien pretende extirpar su lado sombrío, o el de los demás; yo le recordaría aquella conversación que mantuvo Nietzsche con su sombra durante uno de sus paseos (1988: 24): «Tú ya sabes que me gusta la sombra tanto como la luz. Para que un rostro sea bello, una palabra clara y un carácter bondadoso y firme, se necesita tanto la sombra como la luz. No sólo no son enemigas, sino que se dan amistosamente la mano, y cuando desaparece la luz, la sombra se marcha detrás de ella.» Lejos de extirpar nuestra sombra,  una teoría como la que, tan incoherentemente aún, se ha tratado de articular en estas páginas, una verdadera teoría materialista de la estructuración social del cuerpo humano, debe satisfacer uno de los requisitos exigidos para una verdadera cibernética social de segundo orden: «observar nuestra propia observación y, en última instancia, dar cuenta de nuestro propio dar cuenta.» (Von Foerster, 1996: 92). Ello exige aceptar nuestras sombras, reconocer que nos constituyen como sistemas capaces de observar en la medida en que estructuran cuerpo y mente. Se trata, en definitiva, de introducir al observador en la observación, o, si se quiere, de explicitar qué estructura corporal adopta la materia para observar el universo a través de mi mente y estructurarse así. Quien no lo crea así tratará todavía de describir el universo objetivamente.

 

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Notas

1) Fenómeno característico de los «sistemas caóticos» (vid. e.g. Ruelle, 1993: 45-55), en virtud del cual, la evolución de sistemas que parten de condiciones iniciales muy próximas, con diferencias apenas perceptibles, diverge a una tasa constante. De igual modo, pequeños errores en la medición de las condiciones iniciales de un sistema conducen inevitablemente a errores amplificados en la predicción esperada.

2) Representación gráfica del conjunto de estados que el sistema puede adoptar en función de los valores de los parámetros que lo definen.

3) Sobre el concepto de autopoiesis, trasladado a la sociología por Niklas Luhmann, véase Maturana y Varela, 1990: 36ss.

4) El hecho de que Prigogine se refiera a los sistemas vivos como «abiertos» y Maturana como «cerrados»  puede llevar a confusión. Hay que aclarar que no existe en ello incompatibilidad alguna, pues los conceptos se refieren a aspectos distintos de la organización del sistema. Prigogine describe el carácter disipativo de éste, aludiendo al intercambio de materia y energía que el organismo establece con el entorno. Maturana, por su parte, alude al cierre operacional que determina que el conjunto de operaciones requeridas para el mantenimiento de la organización del sistema en la autopoiesis sean realizadas al interior del sistema y por el sistema.

5) Una crítica similar al reduccionismo genetista que domina la biología actual, puede verse en Dupuy, 1993: 60.

6) Sobre el funcionamiento de la Máquina de Turing, véase Ruelle, 1993: 142ss. Sobre las implicaciones epistemológicas que este modelo en psicología a través del paradigma cognitivo, puede verse Rivière, 1991.

7) Sobre las alternativas propuestas por el conexionismo al paradigma cognitivo, véase Rivière, 1991: 22-5 y 101-7, espec. 103-5.

8) Sobre los conceptos de «relación objetiva» y «relación objetal», véase Castilla del Pino, 1984: 23-33, 84-6 y 113-4.

9) Sobre los mecanismos de conformacion de la estructura caracterológica, véase Fromm, 1990: 263-82; 1992: 23-5 y Reich, 1986: 62-133, 201-87, 346-58 y 361-98; 1981: 114-26 y 233-78.

10) Para más información, una buena exposición de las tesis macrobióticas puede encontrarse en Kushi, 1979.

11) Una crítica muy similar a la que aquí esgrimimos puede verse en Dupuy, 1993: 60-1.

12) Véase, por ejemplo, Zacarías 8-10; Oseas 4-14; Miqueas 7; Ezequiel 16 y 18; Eclesiástico, 3-10 y 41-42;... en el Antiguo Testamento, y Mateo 5, 1-16; Gálatas 5, 16-26; Tito 3, 1-8;... en el Nuevo Testamento.

13) Sobre la significación social del secreto en la interacción y sus consecuencias macroscópicas sigue siendo ineludible el análisis de G. Simmel; véase 1977: 357ss.

14) Ya en nuestro Antiguo Testamento, Yahveh aparece clamando contra la alianza de Judá con Egipto; véase Isaías 301-3.